martes, 18 de septiembre de 2007

DIA DE RETIRO

“MIRARÁN AL QUE TRASPASARON”

Introducción

- Día de retiro para encontrarnos con el Señor en la intimidad, para encontrarnos también con nosotros mismos y con nuestra realidad desde la fe y el amor al Señor, pero también desde la esperanza que impulsa toda nuestra vida… Es importante hacer de vez en cuando un alto en el camino, reposar y distanciarnos sabiamente de las actividades cotidianas, para acoger la invitación amorosa y amable del Señor: “Venid vosotros aparte a un lugar tranquilo para descansar un poco. Y se fueron con El a un lugar solitario” (Mc 6, 31-32).
- Nos encontramos ya a finales de la cuaresma, camino que hacemos con toda la Iglesia de preparación para la pascua del Señor, tiempo de gracia y conversión para escuchar con mayor disponibilidad la Palabra de Dios, para practicar más intensamente la caridad y para identificarnos más plenamente con Jesús en el camino de la cruz; tiempo, en definitiva, “para descubrir y vivir el amor misericordioso de Dios” (Benedicto XVI, Miércoles de Ceniza)… Cuaresma es el camino que conduce a la Pascua, que lleva a la Luz pasando por la cruz, a la Vida a través de un proceso de muerte, al Amor a través de la entrega y la oblación…La Pascua es el acontecimiento “clave” de toda la historia de la salvación y, por eso, la experiencia pascual es la experiencia más importante de nuestra vida, la experiencia “clave” para entrar en la “nueva vida”.
- El tema de nuestro retiro, aunque ya lo hayan meditado, es el mismo que nos propuso el Papa en el mensaje para la cuaresma de este año: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37)… Se trata de contemplar a Jesús muerto en la cruz por nuestro amor, contemplar al Amor Crucificado, al Amor hecho ofrenda y don para nosotros a través de su corazón abierto, para poder convertirnos en “Mensajeros de la Cruz Pascual”.

1. Nacidos al pie de la cruz

La Iglesia adquiere carta de ciudadanía en Pentecostés con la efusión del Espíritu, pero la Iglesia nace en el Calvario, donde el Señor, al morir, nos regaló su Espíritu, su vida, su perdón, su Madre santísima, su cuerpo entregado y su sangre derramada… La Iglesia no es sino la prolongación del misterio de Cristo en el mundo y en la historia para cada persona humana a través de su cuerpo místico, y lo que Jesús hace al morir es entregar a su Iglesia el testigo del Evangelio, el encargo de la misión, la continuación de su obra redentora en el mundo. María, el discípulo amado y las mujeres al pie de la cruz son, por eso, la imagen prototípica de la Iglesia naciente, que testimonia el amor supremo de Dios, acoge sus dones y los ofrece al mundo… “Del corazón de Cristo dormido en la Cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (SC, 5). La Iglesia nació pues del amor apasionado y crucificado de Dios al mundo, y sólo puede ser comprendida adecuadamente como misterio de amor, como entrega y oblación generosa, lo mismo que la vida de Cristo. Somos fruto del amor supremo de Dios, para que aprendamos cada día a descubrir y vivir ese amor supremo y así poder trasmitirlo al mundo.
Pero, si decimos que la Iglesia nace de la cruz de Cristo, con más motivo hemos de reconocer que la Vida Consagrada en cuanto tal, nace también de la cruz y tiene en el Calvario no sólo su origen, sino también su sentido pleno como entrega y ofrenda de amor unida a Cristo.
La Vida Consagrada es seguimiento radical de Cristo, atracción y fascinación existencial, configuración plena con Cristo, es una vida plenamente “cristiforme”. Y Cristo nos atrae y nos llama desde la cruz: “Cuando el Hijo del hombre sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 23). Exaltado en la cruz, en silencio y soledad, Jesús afirma proféticamente la absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, algo que los consagrados estamos llamados a vivir y testimoniar cada día. Por eso, como dice Juan Pablo II, en la exhortación “Vita consecrata” (VC): “En la contemplación de Cristo Crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular del don de la Vida Consagrada” (VC, 23).
La Vida Consagrada es entrega, ofrenda de amor, “es expresión permanente de conversión cristiana; exige el abandono de todas las cosas y el tomar la propia cruz para seguir a Cristo con la vida entera; exige el don de sí mismo, sin el cual no es posible vivir ni una vida comunitaria auténtica ni una misión fructuosa (Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la VR, aplicados a los institutos dedicados a las obras de apostolado, 31). Por eso los consagrados debemos tener nuestro puesto siempre junto a la cruz y nuestra mirada prendida en Jesús Crucificado. En La persona consagrada “experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la cruz de Cristo, Aquél que en su muerte aparece ante los ojos humanos desfigurado y sin belleza, precisamente en la cruz manifiesta en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios… La Vida Consagrada refleja el esplendor del amor de Dios porque confiesa con fidelidad el misterio de la cruz” VC, 24).
Nuestra vida consagrada, que responde a una llamada de amor, ha de ser, ante todo, experiencia permanente de amor y “es Cristo quien da a la persona humana dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites. Nada como la cruz de Cristo puede dar de un modo pleno y definitivo estas certezas y la libertad que deriva de ellas. En virtud de ese amor nace la comunidad como conjunto de personas libres y liberadas por la cruz de Cristo” (Vida fraterna en comunidad, 22).
Hemos nacido pues al pie de la cruz y este tiempo de Pasión es muy oportuno para recordarlo y revivirlo, de forma que nos ayude a redescubrir nuestra identidad y a recordarnos también que el puesto de la Iglesia y nuestro puesto está siempre al pie de la cruz.


2. Contemplar a Cristo en la cruz

El texto profético recordado por el Evangelio de Juan y propuesto por el papa como mensaje de cuaresma, “Mirarán al que traspasaron”, es una invitación a contemplar a Cristo en la cruz, a dirigir hacia El nuestra mirada y nuestro corazón, para descubrir en El todo el amor, toda la bondad y la ternura de Dios hacia la humanidad y hacia cada uno de nosotros… La contemplación “es mirada de fe, fijada en Jesús, que purifica nuestro corazón…”Yo le miro y El me mira”: La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión para todos los hombres” (Catecismo, 2715)…
Contemplarle para descubrir en este tiempo de gracia el verdadero motivo de nuestra conversión y la meta de nuestro camino cuaresmal, que tiene como fin el Amor de Dios y la Vida nueva que brota del árbol de la cruz. Santa Teresa de Jesús experimentó el cambio definitivo de su vida contemplando una imagen de Cristo en su Pasión, un Ecce homo: “Andaba mi alma cansada y no la dejaban descansar las malas costumbres que tenía… Entrando un día en el oratorio, ví una imagen que habían traído allí a guardar… Esa de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojé cabe El grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicando me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle” Libro de la Vida, cap 9, 1).
En la contemplación de Cristo en la cruz tenemos la oportunidad de descubrir, como Santa Teresa, todo el amor de Dios, descubrir que “su amor por nosotros es pasión” (S. Weil); podremos escuchar la voz de Dios “que en la cruz nos habla desde el silencio” (B. Forte) y comprenderemos desde nuestra indigencia que “sólo el Dios sufriente puede ayudarnos” (D. Bonhöffer), pues El fue quien cargó con todos nuestros sufrimientos, nuestras enfermedades y dolencias.
En la contemplación del Crucificado descubrimos el verdadero rostro de Dios, pues como dice Benedicto XVI en uno de sus libros: “En el cuerpo herido, desgarrado de Jesús en la cruz, vemos cómo es Dios” (Dios y el mundo, 18); o como dice J. Moltmann: “Si queremos saber quién es Dios, debemos arrodillarnos a los pies de la cruz”… El Dios que contemplamos en la cruz, también nos contempla y nos habla: “Desde la cruz nos contempla un Bien infinito que hace que, de ese horror nazca una nueva vida” (La sal de la tierra, 29). Desde la cruz nos habla sobre todo palabras de amor, de perdón, de promesa y de vida.
Los consagrados estamos llamados a ser hombres y mujeres de Dios, a tener una profunda experiencia de Dios, a ser personas orantes y cultivar la dimensión contemplativa de nuestra vida. ¿Qué mejor lugar para vivir todo esto que a los pies de Cristo Crucificado?. La contemplación y adoración de la cruz redentora que hacemos el Viernes Santo, deben ser actitudes permanentes de nuestra vida como personas consagradas.


3. La cruz de nuestra vida

Contemplamos con amor y esperanza a Jesús en la cruz y lo hacemos desde nuestra propia cruz, porque todos tenemos también nuestras cruces y en El encontramos consuelo y fortaleza… La cruz es tan real y cotidiana como la vida misma. Por eso, Jesús nos invita a abrazarnos a nuestra propia cruz “cada día” para seguir sus pasos… En realidad, no hay vida sin cruz: nuestra misma existencia es cruciforme, lo mismo que el cuerpo humano: estamos enraizados en la tierra, pero proyectados hacia el cielo y con los brazos abiertos hacia los demás; somos inmanencia, trascendencia e interioridad, porque en la cruz convergen trascendencia e inmanencia y la cruz abraza el cielo y la tierra… La cruz está en nosotros, somos nosotros mismos, que somos seres contradictorios y vivimos en una permanente tensión dialéctica entre lo humano y lo divino, lo espiritual y lo material, lo terreno y lo celeste, la esclavitud del pecado (el egoísmo) y la gozosa libertad de la gracia, entre nuestros ideales y nuestras pasiones, entre lo que queremos ser y lo que somos en realidad…
Pero, además, la cruz es parte de nuestra vida, porque la cruz es sufrimiento y el sufrimiento es connatural al ser humano, puesto que pertenece a la misma vida: sufrimiento físico, psíquico, moral, espiritual y social; sufrimiento propio y sufrimiento de los demás, que también nos duele y cuestiona, sobre todo cuando es de personas queridas… Es la cruz de la enfermedad, las carencias, el deterioro físico o psíquico, la pobreza, las frustraciones, las tensiones, la incertidumbre y la duda…
Es también la cruz de las limitaciones actuales de nuestra Vida Consagrada: el envejecimiento, la impotencia, las limitaciones, la falta de vocaciones, la incertidumbre del futuro, el deterioro de la calidad de vida comunitaria… La cruz también unas veces del sufrimiento injusto contra el que debemos luchar y otras del sufrimiento inevitable, que debemos asumir y aceptar.
La cruz tiene miles de rostros y miles de formas. Cada día nos encontramos con la cruz y encontramos a Jesús nuestro Salvador ante nosotros en la cruz… Si el mismo Jesús nos dice en el Evangelio que “cada día tiene su propio problema” (Mt 6, 34), podemos decir también que cada día tiene su propia cruz. Jesús desde la cruz nos está invitando a tomarla, a abrazarla, a hacerla nuestra, a identificarnos con ella, a no rechazarla ni maldecirla … Nos está recordando que la cruz es semilla y camino de vida, que la cruz maldecida y rechazada, destruye y corrompe la vida posible, mata ilusiones y ahoga la esperanza; pero la cruz abrazada, asumida y aceptada con amor, redime, purifica, madura y da frutos de liberación: “Sólo el dolor hace crecer” (S. Tamaro), y sólo el sufrimiento nos hace madurar pues, como dice Benedicto XVI, “la capacidad de aceptar y soportar el sufrimiento es una condición fundamental para la madurez del ser humano” (Un canto nuevo para el Señor, 191)… La contemplación de Jesús en la cruz es un motivo de ánimo y esperanza para quienes debemos abrazarnos a la cruz de cada día, para quienes creemos que la cruz es camino de salvación y de vida.


4. “De su costado salió sangre y agua”

“Miremos con confianza el costado traspasado de Jesús, del que salió sangre y agua” (Mensaje de cuaresma)… Del corazón abierto de Jesús en la cruz han brotado para nosotros y para toda la humanidad los tesoros del amor de Dios, agua y sangre derramada como símbolos de la misericordia, el amor y la vida que Dios nos regala en su divino Hijo; sangre y agua que simbolizan también el Espíritu, que vivifica, purifica, santifica, pacifica, fortalece y sana; agua y sangre que son así mismo símbolos del bautismo y la eucaristía: bautismo por el que nacemos a la nueva vida y nos incorporamos a Cristo, eucaristía que nos une a Cristo en comunión de amor y nos alimenta de Cristo pan de la vida.
Especialmente en este tiempo de gracia, se nos invita a contemplar a Cristo en la cruz, a agradecer los dones de su amor, a acercarnos con nuestras heridas, nuestras preocupaciones y angustias, con nuestros sufrimientos y anhelos más profundos, con nuestras cruces y nuestras esperanzas, para ser tocados y curados por el amor misericordioso, para que los tesoros del corazón abierto del Señor nos sanen y purifiquen, nos fortalezcan y nos llenen de vida.
El Señor muere en la cruz por nosotros, para mostrarnos todo el amor y la misericordia de Dios, para manifestarnos que el amor es más fuerte que la muerte, que todo sufrimiento unido a El tiene sentido, que la cruz es camino de salvación y de vida: “Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelar enteramente su misterio: El lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor” (Mensaje del Concilio a los Enfermos y a los que sufren). Jesús con su pasión y cruz no nos libera del sufrimiento, pero sí de sufrir inútilmente… Porque del corazón abierto de Jesús en la cruz brotan los tesoros de nuestra salvación y en Cristo Crucificado tenemos la respuesta a todas nuestras preguntas, el alivio para todos nuestros sufrimientos y el sentido pleno para todas nuestras cruces… Contemplemos al “Traspasado” por nuestro amor y dejemos que nuestro corazón con todos sus anhelos y sufrimientos, sus preocupaciones y proyectos, descanse en El y en El encuentre alivio, consuelo y fortaleza.


5. Conocer y experimentar el amor de Dios

Tiempo de cuaresma es tiempo especial de conversión, de volver a Dios… Y el Santo Padre nos invita en su mensaje a vivir esta experiencia de conversión contemplando al que fue traspasado por nuestro amor: “Dirijamos nuestra mirada en este tiempo de penitencia y oración, a Cristo Crucificado que, muriendo en el Calvario, nos ha revelado plenamente el amor de Dios”… El misterio de la pasión y de la cruz, por encima y más allá del sufrimiento, es un misterio de amor: “El misterio escondido en las tinieblas de la cruz es el misterio del dolor de Dios y de su amor… El misterio del sufrimiento en Dios es, por lo tanto, el misterio de su infinita capacidad de amar” (B. Forte)… El misterio de la pasión nos recuerda que Dios nos ha amado tanto que ha entregado a su Hijo a la muerte de cruz y ha aceptado su ofrenda, para que nosotros tengamos vida y vivamos con esperanza, para que nuestros sufrimientos no sean inútiles, ni nuestras luchas sin sentido.
“Convertirse” es volver, retornar a Dios, y precisamente lo que tiene que animarnos a volver a Dios, ha de ser su amor hacia nosotros, saber que nos ha amado hasta la muerte, que nos ama gratuita e incondicionalmente, que quiere colmarnos de su amor y su misericordia. A veces quizá hemos concebido la conversión sólo desde la dimensión negativa de abandono del pecado y salida de nuestra indigencia, algo que también es necesario, pero tal vez hemos olvidado que más importante aún es el retorno a la casa y al amor del Padre… Jesús Crucificado es una invitación a abrirnos a la gracia de la conversión desde la perspectiva luminosa del amor: “En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: El tiene sed de cada uno de nosotros”… Saber que Dios nos ama tanto, que sale a nuestro encuentro con la ilusión del Padre del Hijo pródigo, que busca el agua de nuestro amor para calmar su sed, es lo que ha de conmovernos, de ayudarnos a recapacitar sobre nuestra vida y a abrirnos a la conversión en este tiempo de gracia.
Lo que mueve al amor es el amor, el sentirnos amados y acogidos incondicionalmente: “No hay estímulo al amor más grande que haber sido amado previamente” (S. Agustín); o como dice Santa Teresa de Jesús en el Libro de su vida: “Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar”… Saber que somos amados por Dios, ser conscientes de todo lo que recibimos cada día, es lo que ha de movernos a la conversión del corazón.
Cuaresma, por tanto, ha de ser tiempo especial para conocer y experimentar el amor de Dios, de conocerlo y experimentarlo en el misterio de la Pasión y de la Cruz, puesto que “el Crucificado es el icono de Dios, porque es la aparición del amor” (J. Ratzinger) y “la Cruz es la expresión suma del amor de Dios hacia nosotros en Jesucristo” (Ibd.).


6. La Cruz, signo de esperanza

Precisamente porque en el Crucificado contemplamos el infinito amor de Dios a la humanidad, la cruz deja de ser lugar del horror y de la muerte, para convertirse en signo de esperanza para un mundo de sufrimiento e incertidumbre. Desde nuestra fe en el Dios Crucificado, sabemos que la cruz es el camino que lleva a la luz y a la vida verdadera: “En la cruz está la vida y el consuelo y ella sola es el camino para el cielo” (Santa Teresa).
Por eso la señal de la cruz es para el cristiano un signo de identidad que ha de acompañarnos a lo largo de nuestro peregrinar terreno; es el signo con el que fuimos signados en la frente el día de nuestro bautismo, para que acompañe toda nuestra existencia: “La señal de la cruz es una profesión de fe, un sí visible y público a Aquél que nos ha amado y ha sufrido por nosotros; en la señal de la cruz con la invocación trinitaria, se resume toda la esencia del acontecimiento cristiano y está presente el rasgo distintivo del cristianismo… La señal de la cruz es, por así decirlo, el báculo de la salvación que Dios nos ofrece” (J. Ratzinger). “La cruz es un signo de perdón y esperanza que alcanza hasta los profundos abismos de la historia… La Cruz recuerda que somos amados por Dios de modo absoluto y esto hace que nuestra fe sea fuente de alegría” (Ibd.).
La cruz del Calvario representa el grano de trigo, que brotará en la Pascua para la vida nueva; no es sólo el recuerdo de una tragedia histórica, en la que es condenado el inocente, sino una proyección hacia el futuro de una nueva vida… La cruz se ha convertido así en la razón más sólida y firme de nuestra esperanza: “Sobre la cruz de Jesucristo brilla ya el resplandor glorioso de la mañana de la pascua. Vivir con El desde la cruz, significa pues vivir bajo la promesa de la alegría pascual” (J. Ratzinger, Ser cristiano, 106).
La esperanza en medio de los sufrimientos y experiencias dolorosas de la vida no nace de un mero voluntarismo humano o de puros recursos psicológicos, sino de la certeza de saber que Dios sufrió por nosotros, que “hace suyo nuestro dolor y no nos deja solos en la noche oscura del sufrimiento” (B. Forte). Los cristianos tenemos la certeza que “ante los sufrimientos recibiremos de Dios la respuesta correcta, porque el Crucificado, que también vivió experiencias penosas y atroces, siempre se encuentra a nuestro lado” (J. Ratzinger, Dios y el mundo, 35-36).

“Señor, que tu Amor Crucificado transfigure nuestras vidas y nos ayude a descubrir el sentido de tu pasión y de tu cruz. Que tu corazón abierto inunde de gracia y de ternura nuestra vida consagrada, para que podamos seguirte con fidelidad y ser testigos de tu amor redentor, para llevar a los hermanos los tesoros de tu misericordia infinita. Amén”.


Laurentino Novoa Pascual CP.